Una microbiota flexible y variada es de vital importancia para el sistema inmune y para muchos aspectos del funcionamiento del organismo. Pero el cuerpo también reacciona al ritmo del día y la noche. ¿Tiene aquí algún papel la microbiota (que está, en su mayor parte, en la oscuridad del intestino)? ¿Y cómo podemos utilizar este conocimiento en nuestra consulta ortomolecular?
La microbiota se compone de cepas bacterianas "amigas" que, en su mayor parte, se encuentran en el intestino grueso. También hay algunas poblaciones más pequeñas viviendo en el intestino delgado, la boca, la piel e incluso la nariz. En total suman trillones de células, diez veces más que la cantidad de células humanas existentes en el cuerpo. Si bien antes solo se habían aislado un par de cientos de cepas bacterianas diferentes (mediante el cultivo de heces), en 2012, gracias al Human Microbiome Project, un innovador estudio genético, quedó claro que el microbioma contiene más de diez mil especies distintas.1 Esta misma investigación también demostró que el genoma común de nuestro microbioma es varias veces mayor que el genoma humano. Y es que el ser humano tiene unos 22.000 diferentes genes codificadores de proteínas, mientras que los del microbioma se estima que en total son ocho millones.1 ¿Pero qué implican realmente estas inimaginables cifras para nuestra salud?
Esta enorme riqueza de especies y genes hace que el sistema común de ser humano y microbiota pueda, siempre y cuando ambos estén sanos, reaccionar a factores del entorno de forma extremadamente flexible. Si a nosotros nos falta una enzima para procesar una sustancia determinada de nuestra dieta, suele haber alguna bacteria que puede ayudar en mayor o menor medida. En pocas palabras: la simbiosis entre el ser humano y el microbioma aumenta nuestra flexibilidad en la lucha por la supervivencia. Por ejemplo, a muchos adultos (especialmente, en África y Asia) les falta la enzima lactasa. Por ello, la lactosa llega sin digerir al intestino, donde puede dar problemas de hipersensibilidad, como formación de gases y ruido abdominal. Pero no todas las personas que carecen de lactasa sufren estas molestias en la misma medida. Esto tiene que ver con las bacterias intestinales que pueden fermentar la lactosa. Algunas personas con "intolerancia a la lactosa" pueden consumir sin problemas hasta 25 gramos de lactosa de una vez, gracias a su flora intestinal sana.2
Lo que no se sabe es si esto funciona así con todo el mundo. La microbiota difiere de un individuo a otro al menos tanto como el ADN o la huella digital. A grandes trazos, se pueden distinguir tres "enterotipos" en el ser humano, o perfiles intestinales, en los que predominan Bacteroidetes, Prevotella o Ruminococcus.3 Pero la composición también varía con el tiempo, en parte en función de la alimentación. ¿Se come mucha o poca fibra, grasa, carbohidratos y proteínas? Este tipo de diferencias tienen un impacto en la composición de la flora intestinal en un plazo de tan solo 24 horas.4 El hecho de que esta pueda variar tanto implica que la flexibilidad a la hora de gestionar factores ambientales también puede fluctuar o cambiar de un día para otro y de una persona a otra. A la vez, este dato deja la puerta abierta a intervenciones, por ejemplo, con la dieta, el ejercicio, la suplementación y otros factores del estilo de vida. Podrá leer más sobre esto en las dos últimas partes de esta serie.
La microbiota es esencial para que funcione el conjunto, ya que ayuda a su huésped en diferentes procesos fisiológicos. De ellos, el más evidente es la digestión. Podría ser lógico, considerando el hecho de que la microbiota vive en el intestino grueso. Pero es menos lógico de lo que parece a primera vista. El ser humano dispone de sus propias enzimas digestivas para descomponer proteínas, grasas e hidratos de carbono con el objetivo de ser absorbidos por el organismo. Para eso no necesitamos en absoluto a la microbiota. Los animales de ensayo nacidos y criados en un entorno estéril están perfectamente capacitados para digerir su comida.
En el momento en el que el quimo llega al intestino grueso, los carbohidratos, las grasas y las proteínas ya han desaparecido. Lo que queda son restos indigeribles, sobre todo fibra alimentaria. La digestión de esta fibra es tarea de las bacterias buenas (que de ella obtienen energía). De esto no solo se benefician ellas, sino que nosotros también sacamos provecho de los "despojos". Muchas veces son sustancias que pueden influir en el funcionamiento del intestino e incluso en el del cerebro. En concreto, los ácidos grasos de cadena corta como el butirato y el acetato son importantes para el apetito, el equilibrio glucémico y muchas cosas más. 5,6,7 Pero las bacterias también pueden fabricar proteínas y vitaminas funcionales de las que los huéspedes nos podemos aprovechar.4
Quizá sea aún más importante el impacto de la microbiota en el sistema inmune. Este empieza con el nacimiento (posiblemente antes incluso, durante el embarazo), cuando el tubo digestivo del niño se puebla de bacterias procedentes de la vagina, la piel y el intestino de la madre y, probablemente, también de la placenta.8 Numerosos estudios han demostrado que la alteración de este proceso natural, por ejemplo, a través de una cesárea o el uso de antibióticos en bebés muy pequeños, aumenta las probabilidades de sufrir alergia, asma y eccema.9
En aras de la claridad: el sistema inmune está compuesto, entre otros, por la piel y las mucosas (la barrera defensiva mecánica) y las células defensivas, como glóbulos blancos (leucocitos) y diferentes tipos de linfocitos y anticuerpos (inmunoglobulinas). También están implicados las amígdalas, los ganglios linfáticos, el timo y el bazo.
El sistema inmune del bebé está aún tierno: igual que el cerebro. Este tiene que aprender una lengua e infinidad de otras cosas, lo que va creando una red neuronal muy ramificada. El sistema inmune tiene que aprender a reconocer y desactivar patógenos. Esto es aplicable especialmente a los linfocitos. En el nacimiento, los linfocitos ya tienen una defensa segura contra el mundo exterior, a saber, la inmunidad innata que el niño hereda de la madre.9 La capacidad defensiva que se adquiere a lo largo de la vida posee al menos la misma importancia. Los linfocitos se van "entrenando" con el contacto con parásitos, infecciones y nutrientes, pero, sobre todo, con bacterias intestinales.9
Cada encontronazo con intrusos potencialmente peligrosos produce adaptaciones (epigenéticas) en los linfocitos T. Así recuerdan cómo deben luchar contra un patógeno. Los linfocitos disponen de una enorme "base de datos" inmunológica con la que cargar contra los potenciales patógenos. Estos conocimientos se almacenan en los genes. La activación de este conocimiento se produce en el timo, sobre todo en los primeros años de vida.9
En él los linfocitos maduran hasta convertirse en linfocitos T adultos. Con el paso del tiempo, en su epigenoma se almacenan los conocimientos sobre las infecciones y similares que alguien ha superado en el pasado. Tras la pubertad, el timo se atrofia. Después ya no pueden "madurar" nuevos linfocitos T.9 Sin embargo, para mantener en forma la inmunidad, los linfocitos T utilizan un ingenioso método: cuando los adultos tienen una infección, se vuelven a activar los linfocitos y empiezan a multiplicarse. Parte de los "descendientes" se especializan y se convierten en células de memoria. Estas duran mucho, por lo que estamos protegidos frente a los patógenos mucho tiempo después de haber superado una infección.9
El entrenamiento más importante del sistema inmune tiene lugar por contacto con el microbioma. Esto sucede especialmente en el intestino delgado, donde están las placas de Peyer (zonas ricas en células inmunitarias). Allí se produce (también en los adultos) mucha comunicación entre las bacterias del intestino y el sistema inmune. Esto es lo que se llama crosstalk (intercomunicación o conversación, en inglés). Es tarea del sistema inmune el mantener las buenas relaciones con las bacterias favorables. Estas bacterias buenas rellenan todos los huecos de la pared intestinal, evitando así que las bacterias patógenas aniden. Pero si ocurre, a pesar de todo, es tarea del sistema inmune echarlas con una enérgica reacción inflamatoria. Por consiguiente, la exposición a bacterias buenas no es solo una manera eficaz de "educar" al sistema inmune, sino que también constituye una protección local contra bacterias patógenas.9
La microbiota puede salirse de su equilibrio dinámico y flexible. El uso de antibióticos, por ejemplo, puede eliminar selectivamente ciertas cepas de bacterias del conjunto, lo que daña de forma permanente el ecosistema que es la flora intestinal. En ese caso se habla de disbiosis.9 Sobre todo siendo un bebé, en la fase en la que el sistema inmune aún se está formando, la disbiosis puede tener repercusiones en la salud durante toda la vida.
Está claro que el uso de antibióticos en bebés altera la flora intestinal de manera permanente. También se han encontrado asociaciones entre el uso de antibióticos en bebés y las probabilidades de sufrir problemas alérgicos como asma, eccema, fiebre del heno, reacciones anafilácticas y molestias intestinales a consecuencia de alergias alimentarias, aunque existen resultados de investigación contradictorios.9 Además, se ha descubierto que la flora intestinal de las personas con problemas alérgicos difiere de la de los individuos sanos. Así, la gente con eccema atópico tienen en sus sistemas más Clostridia y menos bifidobacterias que las personas sin eccema. También hay más tendencia a sufrir eccema cuando disminuye la diversidad de la flora intestinal.
Para explicar las alergias se suele hacer referencia a la hipótesis de la higiene, que supone que la falta de contacto con bacterias patógenas (¡y parásitos como las lombrices!) hace que el sistema inmune se abalance sobre sustancias inocuas del entorno. 10 Aunque esto ofrezca una explicación parcial, cada vez parece más claro que influyen más factores. También parecen tener su importancia el momento de la exposición, la predisposición hereditaria y el tipo de exposición. Además, cada vez es más evidente que una disbiosis también puede desempeñar un papel en patologías como el síndrome de intestino irritable, la diabetes tipo 1, la EII (enfermedad de Crohn y colitis ulcerosa) y las afecciones metabólicas que son la diabetes y la obesidad. 9
¿Cómo influye el biorritmo sobre las complejas interacciones entre el sistema inmune y la microbiota? A modo de aclaración: el reloj biológico regula el ciclo circadiano (24 horas). El "reloj" es un pequeño grupo de células del hipotálamo que se llaman núcleo supraquiasmático. La luz que incide en la retina ocular es conducida a través de células ganglionares especiales al núcleo supraquiasmático. Este regula el ritmo de sueño-vigilia, entre otros mecanismos, estimulando a la epífisis (glándula pineal) para que libere la hormona melatonina. Los órganos (hígado, intestino, riñones) contienen pequeñas sucursales del reloj biológico: receptores que son sensibles al efecto de la melatonina, por lo que los órganos van al compás del ritmo circadiano. 11
La alternancia entre luz y oscuridad es crucial para ajustar el reloj biológico. La luz funciona como lo que se llama un temporizador, un factor que "le da la hora" a nuestro cerebro. ¿Cómo funciona en organismos que están siempre a oscuras, como las bacterias intestinales? Eso es algo que se ignora para la mayoría de las especies de bacterias. Pero en las cianobacterias, que son fotosensibles, se ha descubierto nada menos que un ritmo de 24 horas, anticipando esta bacteria las variaciones del entorno. 12, 13 También se descubrió en 2016 que Enterobacter aerogenes es sensible al efecto de la melatonina, que es liberada por el huésped en el tracto gastrointestinal. Esta bacteria reacciona a ella con movilidad y tendencia a agruparse. 14 Por tanto, es posible que al menos parte de nuestra flora intestinal posea su propio reloj biológico.
Las personas y los animales tienen tendencia a comer en horarios fijos establecidos por hormonas que regulan el apetito. Estas hormonas aparecen cada día aproximadamente a la misma hora. Ese momento está indicado por el reloj biológico. Estos momentos de alimentación también pueden hacer de temporizador para la microbiota, porque dictan variaciones claramente perceptibles en la flora intestinal. 15 En un estudio realizado hace pocos años se vio que esta interacción entre el ritmo circadiano del huésped y la flora del intestino (en ratones de laboratorio) es responsable en un 60% de los cambios en las cantidades de Clostridia, lactobacilos y Bacteroidetes, las especies que por naturaleza están ampliamente representadas en el microbioma. Por consiguiente, fluctúan mucho con el reloj biológico. 15 Las fases de la composición de la microbiota están relacionadas con diferentes fases del metabolismo: cuando el metabolismo energético, el crecimiento celular y la reparación de ADN están al máximo, la desintoxicación y la motilidad en el intestino están al mínimo, y viceversa.
Cuando se altera el ritmo circadiano del huésped, ello repercute en la composición de la flora intestinal. Así, se sabe que la flora de las personas que vuelan a menudo y la de las que trabajan a turnos presentan una imagen desviada. Y cuando se altera permanentemente el ritmo circadiano de ratones de laboratorio, se observa una mayor tendencia a la intolerancia a la glucosa, la insulinorresistencia, la diabetes tipo 2 y la obesidad.16 En ratones, además, estas enfermedades metabólicas se pueden transmitir a ratones sanos y estériles mediante un trasplante de heces. Esto significa que la disbiosis de la flora intestinal que puede estar originada (entre otros) por una alteración del reloj biológico suscita la aparición de enfermedades del metabolismo, o contribuye a ello. 15
Por otra parte, el sistema en su conjunto se vuelve aún más vulnerable a la alteración circadiana si se pone a los animales una dieta rica en azúcares y grasas (una imitación de la dieta occidental). La flora intestinal de los animales de ensayo (ratones) mostraba una resistencia a la inversión semanal del ritmo noche-día mucho peor que la de los ratones con una dieta adecuada. 15 Uno de los efectos más drásticos de la alteración circadiana en animales es el aumento de la bacteria proinflamatoria Ruminococcus. 15 Al mismo tiempo, se produce una disminución de Lactobacillus, que inhibe las inflamaciones (cuando los ratones siguen también una dieta rica en azúcar y grasa). La consecuencia de esta espada de doble filo es un intestino permeable e inflamado. 15 En consecuencia, es muy probable que la interacción (alterada) entre las bacterias intestinales y las células del epitelio intestinal provoque también en seres humanos el infame síndrome del intestino permeable (hiperpermeabilidad del epitelio intestinal) como consecuencia de la dieta occidental y/o la alteración del ritmo circadiano. La debilitación de la función de barrera del epitelio intestinal aviva, a su vez, las inflamaciones de bajo grado, tanto sistémicas como locales en el intestino. Además, se ha podido imitar el ritmo circadiano de la microbiota en ratones cuyo reloj biológico no funcionaba dándoles de comer a intervalos regulares que coincidían con los momentos en los que normalmente comen los ratones: un importante indicador de que comer con horario fijo es un hecho natural y que forma parte del ritmo circadiano. 15
Aunque estos estudios están realizados sobre todo con ratones, hay indicios de que cenar tarde o comer de forma irregular pueden contribuir al sobrepeso en los seres humanos. Por ejemplo, hace poco se vio en un estudio que desayunar fuerte y cenar moderado mejora marcadores metabólicos (presión sanguínea, colesterol, glucosa) con respecto al patrón dietético inverso, en el que era la cena la comida más fuerte.17 Además, hay estudios que demuestran que el descanso nocturno insuficiente contribuye al síndrome metabólico. 18,19
Los cambios circadianos en la microbiota están vinculados al reloj biológico del epitelio del intestino delgado a través de diferentes receptores (PPAR-α, ROR-α y RevEr-α). Si el biorritmo es normal, esto acarrea una bajada en la producción de cortisol en la fase activa y un aumento en la fase de descanso (en ratones). En ratones estériles no hay inhibición de la producción de cortisol que, en consecuencia, se mantiene activada día y noche. Un cortisol elevado de forma crónica tiene consecuencias en el sistema inmune. Este se ve inhibido, lo cual perjudica la eliminación de agentes patógenos, por ejemplo.20 Las alteraciones circadianas de la microbiota también ejercen un impacto en el ritmo circadiano del hígado, lo cual repercute en el funcionamiento y la salud del huésped, por ejemplo, en la desintoxicación tras el uso de medicamentos. 11
En nuestro siguiente boletín publicaremos la segunda parte de esta serie acerca del reloj biológico, la microbiota y el sistema inmune: "Diagnóstico: síntomas y mensurabilidad".
1. Nature. 2012 Jun 13;486(7402):207-14. Structure, function and diversity of the healthy human microbiome. Human Microbiome Project Consortium.
2. Nutrients. 2015 Aug 13;7(8):6751-79. Adaptation to Lactose in Lactase Non Persistent People: Effects on Intolerance and the Relationship between Dairy Food Consumption and Evalution of Diseases. Szilagyi A,
3. Nature. 2011 May 12;473(7346):174-80. Enterotypes of the human gut microbiome. Arumugam M1, Raes J, Pelletier E, et al
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6. J. Psychiatr. Res. 63, 1–9 Collective unconscious: how gutmicrobes shape human behavior. Dinan, T.G. et al. (2015)
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8. Nutrients. 2018 Feb 28;10(3). Factors Affecting Gastrointestinal Microbiome Development in Neonates. Chong CYL1, Bloomfield FH2,3, O\'Sullivan JM4.
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